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EL DELFÍN
发布时间:2008-07-29 12:00:00  阅读次数:      

I. El inspector Rodríguez
El inspector Rodríguez estaba desesperado. La ciudad sufría una verdadera ola de robos. En los últimos seis meses, habían robado joyas por valor de quinientos millones de pesetas. Nunca robaban en joyerías, siempre en casas particulares. El inspector no sabía si era un ladrón o toda una banda de ladrones la que realizaba los atracos.
Entraban en las casas cuando no había nadie o había poca gente. Nunca había habido violencias, ni puertas destrozadas, ni heridos, ni muertos. Todos los trabajos habían sido realizados limpiamente. Solamente en un caso, una vieja criada había sido dormida mediante cloroformo. No había podido ver la cara del atracador. Tampoco sabía si iba solo o estaba acompañado.
El inspector Rodríguez es el encargado de descubrir quién roba las joyas. No sabe cómo hacerlo y por eso está desesperado. Hasta ahora sus investigaciones han resultado inútiles. Tiene que volver a empezar.
Está sentado detrás de la mesa de su despacho. Hace calor, se quita la chaqueta, se afloja el nudo de la corbata y se desabrocha un par de botones de la camisa. Son los primeros días del mes de mayo, pero hace tanto calor como en agosto.
Se oyen unos golpes en la puerta.
—Adelante —dice Rodríguez.
Entra un joven alto, rubio, de unos veinticinco años. Se llama Manuel García y es el ayudante del inspector Rodríguez.
—Buenos días, García —le dice el inspector—. ¿Qué hay de nuevo?
—Le llama el señor Serra —le contesta García—, y creo que está de muy mal humor.
El señor Serra es el comisario-jefe. Tiene muy mal genio y todos sus subordinados lo temen.
—¡Vaya! —dice Rodríguez—. Iré a ver qué quiere.
—Suerte —le dice García.
El señor Serra es un hombre bajo, moreno, con bigote y con unas cejas muy espesas que le dan un aspecto terrible. Siempre tiene cara de estar enfadado y casi siempre lo está. Tiene sesenta y dos años y sólo desea jubilarse. Hoy tiene un fuerte dolor de estómago y está verdaderamente furioso.
—¿Me ha llamado, señor? —pregunta el inspector Rodríguez desde la puerta.
—Claro que lo he llamado. Pase, pase. ¿Cuándo piensa resolver el asunto ese de las joyas? No está usted haciendo absolutamente nada. ¿Cree usted que está de vacaciones? Le recuerdo que sus vacaciones son en agosto.
—Pero señor Serra —dice Rodríguez—. Le aseguro que hago todo lo que puedo.
—¿Sí? —dice Serra—. Pues no lo parece. Tendrá que hacer mucho más. Le doy una semana. Hoy es jueves. El jueves próximo debe estar el caso resuelto. Si no lo está, encargaré la investigación a otro inspector.
—Pero señor Serra... Yo no sé si podré resolver el caso en una semana —dice Rodríguez muy preocupado.
—Tendrá que hacerlo —le dice Serra— si no, ya lo sabe, le encargaré el caso a otro inspector.
—Está bien, está bien —dice Rodríguez— lo resolveré.
Rodríguez vuelve a su despacho.
—¿Qué, cómo le ha ido? —pregunta García.
—Muy mal —contesta Rodríguez—. Quiere que resolvamos el caso en una semana.
—Pero eso es imposible —dice García—. No sabemos por dónde empezar.
—A él, eso no le importa. Si no lo resolvemos en una semana, encargará la investigación a otro inspector.
—Vaya, vaya. Tendremos que ponernos a trabajar enseguida —dice García.
—Desde luego. Pero se trabaja mejor con el estómago lleno. Tengo hambre. ¿Quiere que vayamos a comer primero? —pregunta Rodríguez.
Me parece una idea estupenda —contesta García.
Bajan las escaleras y salen a la calle. La comisaría de policía está en el centro de la ciudad. Muy cerca hay un restaurante.
—Buenos días —los saluda el dueño. Conoce muy bien a todos los policías de la comisaría. Son buenos clientes—. Enseguida les preparo una mesa.
El inspector Rodríguez y su ayudante se sientan y consultan la carta.
—Yo voy a tomar unas lentejas con chorizo —dice Rodríguez—. Es uno de mis platos favoritos y la cocinera de este restaurante las hace muy bien.
—Yo tomaré algo más ligero. Con este calor no me apetecen las comidas fuertes. Tomaré una ensalada y polloa la plancha —dice García.
—Usted lo que no quiere es engordar —dice Rodríguez—. A las chicas no les gustan los hombres con barriga y por eso usted quiere estar delgado.
—Bueno, eso también es verdad. No quiero engordar y las lentejas engordan mucho —dice García—. Pero dejemos de hablar de comida. ¿Quiere que estudiemos el caso del ladrón de joyas?
—¡Oh, no! —contesta rápidamente Rodríguez— nos sentaría mal la comida. Ya hablaremos de ello en el despacho esta tarde, cuando volvamos a la comisaría.
—Como usted quiera —dice García—. Pero tendremos que hacer algo rápidamente, si no el comisario-jefe cumplirá palabra y nos quitará el caso.
—Lo haremos, lo haremos. No se preocupe —dijo Rodríguez—. Pero ahora vamos a comer tranquilamente,vamos a disfrutar de la comida, estas lentejas están riquísimas. Creo que voy a pedir otro plato. A mí no me importa engordar. Ya estoy bastante gordito.
II. El delfín
José Fuentes Pérez está sentado en el lujoso salón de su casa, situada en uno de los barrios más elegantes de la ciudad. Es la hora del Telediario, el programa de noticias nocturno. Fuentes tiene una copa en la mano, bebe de vez en cuando y mira la televisión sin poner demasiada atención. Son noticias internacionales. El locutor habla de distintos acontecimientos ocurridos en todo el mundo.
De pronto, Fuentes mira a la pantalla atentamente. Empiezan las noticias nacionales. El locutor habla sobre el último robo de joyas ocurrido en la ciudad. Ha sido realizado con toda perfección. La policía no tiene pistas. Nadie sabe nada, nadie ha visto nada. La policía no sabe por dónde buscar al ladrón o a los ladrones. Lo único que tienen es una tarjeta de cartulina blanca, en el centro de la cual está pintado un pequeño delfín azul.
La tarjeta y el dibujo son iguales a los que se habían encontrado antes en las casas en donde se han cometido robos. De la tarjeta han sido borradas cuidadosamente las huellas dactilares.
José Fuentes sonríe. Saca un cigarrillo y lo enciende con un bonito mechero de oro. Incrustado en el centro del mechero hay un pequeño delfín de plata.
Al inclinarse para dejar el mechero sobre la mesa, se le cae el reloj de pulsera al suelo. «Tengo que arreglar la cadena de este reloj —piensa Fuentes— si no, cualquier día voy a perderlo».
Cuando acaban las noticias se levanta y se dirige a la cocina. Abre el frigorífico y saca una lata de cerveza. La pone en una bandeja. Corta unos trozos de queso, los coloca en un platito, lo pone también en la bandeja y se lo lleva todo a su despacho. Tiene que planear su próximo trabajo. Y siempre piensa mejor mientras come y bebe algo.
El despacho de José Fuentes se parece a todos los despachos de los hombres de negocios que tienen éxito en sus asuntos. Las paredes están forradas de madera de nogal. Al lado de una ventana hay una mesa muy grande, un cómodo sillón para él y otros dos más pequeños para las visitas.
La casa está situada en la planta novena del edificio y desde las ventanas del mismo se divisa toda la ciudad.
José recorre la habitación con la mirada. Está satisfecho de sí mismo. Todo lo que ahora tiene, lo ha ganado él con su trabajo y sin confiar en nadie. Es el método más seguro.
Mira por la ventana y piensa en su vida pasada. A los doce años robó una bicicleta. Lo descubrieron y lo llevaron a un reformatorio. Cuando salió se unió a una banda de jóvenes delincuentes y empezaron a cometer pequeños robos. La policía los detenía siempre y los volvía a llevar al reformatorio.
A los dieciocho años atracó un estanco. Solamente se llevó unos cuantos miles de pesetas, pero la policía lo detuvo y fue a la cárcel. Ya era mayor de edad y no podía volver al reformatorio.
En la cárcel estuvo dos años. Allí aprendió mucho. Se dio cuenta de que los pequeños robos hechos por un grupo no eran productivos. También sabía que al estar fichado por la policía, tendría que tener mucho cuidado. Conoció a un tipo que se dedicaba a vender joyas robadas. Le dio buenos consejos. Le dijo que la profesión de ladrón de joyas era segura y rentable. Pero había que ser inteligente, trabajar solo y no confiar en nadie. Fuentes aprendió la lección.
Cuando salió de la cárcel tenía veinte años. Encontró trabajo en un garaje y durante dos años trabajó de mecánico. No volvió a cometer ningún delito y no tuvo ningún problema con la policía. Ésta, después de dos años, se había olvidado de él.
A los veintidós años decidió dedicarse a lo que era su verdadera vocación: ladrón de joyas. Ahora tiene treinta y lleva ocho robando joyas con un éxito total. En apariencia es un hombre respetable. Vive bien, viaja de vez en cuando. Tiene cuentas corrientes en el extranjero y dice que vive de las rentas de esas cuentas.
No es muy alto. Apenas 1,65 m. Está muy delgado. A pesar de ello tiene un cuerpo atlético. Puede entrar por cualquier sitio y salir de él con toda facilidad. Es capaz de dar grandes saltos y de correr a gran velocidad. Por esta razón, sus amigos, cuando era un niño, lo llamaban el delfín y éste es el nombre de trabajo que utiliza.
Después de cometer un robo, siempre deja una tarjeta blanca con un delfín azul en el centro. Equivale a su tarjeta de visita. Con ella desafía a la policía.
Fuentes deja de mirar por la ventana y se sienta a trabajar. Encima de su mesa extiende un mapa de la ciudad, planos de casas, fotografías diversas y planea con cuidado su próximo trabajo.
Tomado del libro El delfín,
de María Rosa Gutiérrez Benítez.
Editorial Coloquio, pp. 5-13

 
 

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