20 de agosto de 1977 —Cuenta las baldosas con cuidado; no olvides ninguna. Recuerda: primero una, dos, tres y cuatro baldosas de color marrón. Después dos más de color negro. —De acuerdo. No lo olvidaré. ¡Qué pesado! Sé que tengo que caminar tocando la pared de la derecha. Al final encontraré una escalera: diez escalones anchos de madera. Arriba hay otro pasillo largo. Continúo caminando despacio, voy tocando la pared con los dedos, encuentro una habitación grande y cuadrada… —Te tumbas en el suelo y entras de esa forma en la sala. Llegas al centro, te pones de pie y… —El resto está chupado. —Te equivocas. El resto es lo más difícil. No puedes hacer ruido, y abrir una caja de herramientas, coger lo que necesitas y trabajar con ellas en silencio no es nada fácil. Además el cuadro pesa mucho y tú estarás solo. Yo te esperaré aquí. —Los vigilantes estarán dormidos, seguro. — Mira, Alberto… —Bien. No te preocupes. Todo irá bien. Hemos pensado mucho en esto. Alberto cogió la caja de metal azul que estaba en el asiento de atrás del coche. Era pequeña, pero pesaba mucho. La abrió y repasó una a una las herramientas que había dentro. Estaban todas. Pablo miró a su hermano a los ojos, le pasó el brazo por encima del hombro y lo abrazó con fuerza. —Ya sabes… una pierna más corta que la otra no permite correr demasiado. Y nunca sabes si habrá peligro. Esta vez no puedo acompañarte. —¡Otra vez! ¡Qué pesado! Pero si me has dicho mil veces lo que tengo que hacer. Anda, me voy ya. Me estás poniendo nervioso. —Suerte, hermano. Alberto salió del coche y empezó a cantar. «Cantar siempre aleja el miedo», le decía su hermano pequeño después de robar algún paquete de tabaco en el bar de Julián. Entonces tenía trece años y mucho más miedo que ahora. Alberto cruzó la plaza. Hacía mucho calor y de pronto sintió mucha sed. Una calle más abajo había un bar. Caminaba despacio. La calle estaba muy oscura. Era estrecha y estaba llena de talleres, almacenes y edificios viejos. Había pocas farolas. El bar estaba en la esquina y tenía las luces encendidas. Alberto empezó a caminar más deprisa. Cuando llegó a la puerta leyó un cartel de «Cerrado», pero el camarero le indicó con el brazo que podía entrar. —Buenas noches, ¿va a cerrar ya? —A las doce, pero aún puede tomar algo si quiere. —Muchas gracias. Tengo muchísima sed. Póngame una caña, por favor. El camarero dejó la escoba en el suelo, se limpió las manos en un trapo blanco y sirvió la caña a Alberto. Después cogió otra vez la escoba y continuó barriendo la parte del bar donde estaban las mesas. —Siempre empiezo a ordenar el bar mientras dan el último telediario. Así me entero de lo que pasa en el mundo sin perder el tiempo —dijo el camarero sin mirar a Alberto. —Ya veo. —Normalmernte no viene gente a esta hora. Este barrio es muy tranquilo. Después de cenar la gente se queda en su casa. Claro, el fin de semana es diferente. Los sábados se llena. ¿Quiere alguna tapa? Tengo croquetas, un poco de tortilla de patata y también aceitunas. —No gracias, ya he cenado —contestó Alberto. —Bueno. Hoy me ha sobrado mucha comida. ¡Qué pena! Alberto no tenía ganas de hablar. Se acabó rápido la caña, metió la mano derecha en el bolsillo del pantalón y sacó unas cuantas monedas. —¿Me cobra, por favor? —Sí, claro, son cien pesetas. —¿Qué hora es? —Las doce y media. Tiene prisa, ¿eh? —Sí. Buenas noches. —Hasta otra —respondió el camarero antes de volver a coger la escoba y seguir barriendo el suelo. «¡Las doce y media de la noche y hace este calor!», pensó Alberto al salir a la calle y notar la camisa pegada a su cuerpo. Caminó lentamente hasta llegar a una plaza grande. Allí se paró, dejó en el suelo la caja de herramientas, se pasó la mano por la frente y empezó a mirar el exterior del museo: era un edificio de tres plantas. La pared que daba a la calle estaba pintada de color marrón claro y las ventanas dejaban ver unas cortinas blancas recogidas a los dos lados; desde fuera las ventanas parecían una uve al revés. El interior del edificio estaba oscuro. Sólo había una luz en una ventana del primer piso, a la derecha de la puerta de entrada. Las tres personas que vigilaban se reunían cada noche a la una en un despacho pequeño de la primera planta y tomaban una taza de café; después cogían sus linternas y recorrían el edificio antes de dormir un rato. Pablo se lo había explicado a Alberto. «A partir de la una y media de la noche todos los vigilantes duermen. A las tres y media vuelven a recorrer el museo, luego duermen otra vez hasta las cinco y media. Tienes una hora para coger el cuadro. Nadie te oirá entre las dos y las tres». Alberto se acercó más al edificio y buscó un lugar oscuro, lejos de la luz de las pocas farolas que había en la plaza. Allí esperó hasta la una y veinticinco. A esa hora ya no se veían luces dentro del museo. Entrar fue fácil. Cuando Alberto tenía diez años su tío Germán le enseñó a abrir las puertas y ventanas sin hacer ruido. El tío Germán robaba pisos en verano cuando la ciudad estaba vacía. «Yo tengo cuarenta años y no he estado nunca en una comisaría». Las palabras del tío Germán alejaban el miedo de Alberto. «Yo tampoco iré a ninguna comisaría», pensaba mientras contaba baldosas. «… una y dos de color negro. Caminó despacio tocando la pared de la derecha. Aquí están las escaleras. Las dos menos cinco. Sigo tocando la pared… aquí está la sala». Alberto siguió paso a paso el plan de su hermano y ahora se encontraba delante del cuadro. Nadie lo había oído. Delante de él había dos mujeres: la mujer de la derecha llevaba un vestido largo de color azul; el vestido de la mujer de la izquierda era rosa y también le llegaba hasta los pies. Las dos eran jóvenes, estaban de espaldas a Alberto y miraban el río de aguas muy limpias. El paisaje era muy bonito: árboles altísimos y arbustos de diferentes verdes. En la parte baja del cuadro, a la derecha, se leía: «Joaquín Vayreda». Y en la pared había un rectángulo dorado con unas letras negras que decían «Paisaje de otoño». «Tampoco ellas me ven. Seguid hablando, preciosas. Os voy a llevar de paseo; el paisaje de esta ciudad es más gris, pero os gustará. Lleváis mucho tiempo aquí, ¿no estáis cansadas de ver siempre lo mismo?» Alberto abrió la caja de herramientas y empezó a trabajar con muchísimo cuidado; sacó el lienzo del bastidor. Iba a doblarlo y a guardarlo cuando oyó un ruido de pasos. «¿Quién está despierto? Tranquilo, date prisa; no pasa nada, son los nervios», se dijo. Alberto se levantó del suelo y vio la luz de una linterna delante de su nariz. —¡Eh! ¿Qué haces con eso? —dijo una voz delante de él. Alberto empujó al vigilante y empezó a correr con el lienzo en la mano; el vigilante lo seguía muy cerca. El lienzo cayó al suelo y el hombre de la linterna comenzó a gritar. A las dos y media de la noche Alberto visitaba por primera vez una comisaría de policía. |